Jethro Tull - Minstrel in the Gallery

Enviado por El Marqués el Vie, 09/05/2014 - 22:29
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1. Minstrel in the Gallery
2. Cold Wind to Valhalla
3. Black Satin Dancer
4. Requiem
5. One White Duck/0=Nothing at All
6. Baker St. Muse
Including: Pig-Me and the Whore/Nice Little Tune/Crash-Barrier Waltzer/Mother England Reverie

La voz, y la guitarra acústica de Ian Anderson recitando la entrada de “Minstrel in the Gallery”, fueron lo primero que yo escuché en vivo de un grupo de categoría internacional actuando en directo ante mis ojos, en 1992, en la gira de “Catfish Rising”.

Anderson estaba sentado en una silla en el centro del escenario, sumido en la oscuridad, y mientras me preparaba a escuchar los más de ocho minutos que dura esa canción en su versión en estudio, se unieron sus músicos, Martin Barre y el gran Dave Pegg a la cabeza, y enlazaron la entrada de aquella canción que titula y abre la cosecha de Jethro en el 75, con otra joya más antigua y clásica aún, “Cross Eyed Mary”, en una fusión que resultó arrolladora.

Poco importa. Aquel show en la primavera del año de las olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla permanece aún en mi memoria como uno de los cinco o seis mejores que he visto en mi vida.

Anderson ha publicado bastante música desde entonces, de hecho es actualidad estos días, pues cuenta con un nuevo trabajo editado a su nombre, “Homo Erraticus”, que mantiene el nivel, regular en todos los sentidos, de la mayoría de sus publicaciones en las tres últimas décadas –exceptuaremos dos obras geniales como son el mencionado “Rising” y la reciente segunda parte de “Thick as a Brick”-, que se deja oír, en la línea de un “Rock Island”, un “Dot.Com”, un “Roots to Branches”, o cualquiera de sus trabajos en solitario, y que, por encima de todo, nos hace sonreír, y albergar la esperanza de verle en escena bailando sobre una sola pierna y tocando su flauta una vez más.

Y es que este hombre es como cualquiera de los grandes clásicos. Es como si Elvis, Dio, Bon Scott o Randy Rhoads resucitaran ¿Necesitaríamos canciones nuevas para celebrar sus retornos? A veces, cuando vuelves la mirada a músicos con un pasado tan brillante, la nostalgia está de más. Su legado está tan vivo que permanece grabado en nuestra memoria, y palpita con fuerza, y es capaz de arder, cada vez que introducimos el disquito de marras en el reproductor y lo hacemos sonar una vez más.

Las crónicas del Juglar en el Anfiteatro pertenecen a esa categoría de trabajos, contenedores de tanto arte como la sala de un museo. Dar al play es como abrir cada mañana el portón de las galerías de una pinacoteca renacentista. La luz, y las notas de una divina música brotan, llenan el espacio, y nos traen una felicidad excesiva, a cambio de casi nada.

Dicen que Ian Anderson comenzaba a estar cansado. Que le costaba mantener unida a la tropa. Que había padecido ciertos sinsabores tras la edición de “A Passion Play”, maltratado por la crítica y visto a menudo como un resbalón, inferior a “Aqualung” y a “Thick…”, aunque sea otra maravilla. Como si hubiera muchas bandas capaces de escribir, grabar e interpretar discos así. Que con “War Child” había logrado un trabajo más plausible, sin lograr del todo volver a dar con la tecla.

Y que solo su fiel guitarrista Martin le inspiraba absoluta confianza, mientras ese inimitable John Evan , indescriptible mezcla visual de Ludwig Van Beethoven y Nelson Muntz , se dejaba gustosamente vencer por la botella, y el tándem Jeffrey Hammond/Barriemore Barlow se entregaba por igual a los placeres de ser músico y estrella, pasándose por el forro todas las reglas de la disciplina Tull, que el líder entendía sagradas e invulnerables.

El escocés, como ha hecho a lo largo de toda su vida, no permitió que el entorno le amilanara, y dejó para la posteridad la cuarta y última de sus obras maestras , el más medieval de sus discos, uno de los mejor acabados, un tesoro lleno de detalles y arreglos, tan vibrante y lleno de fantasía como los seres que danzan en ese gran salón carnavalesco que se dibuja en la portada.

Al citado title track, esa tonada trovadoresca que se abre con el juglar presentando verbalmente a sus músicos ante la Corte, y que desemboca en corrosiva orgía de guitarras eléctricas y desenfreno rockero, le siguen un tema cuya denominación podría servir por si sola para engendrar a todo el Viking Metal –“Cold Wind to Valhalla”, de nuevo una exhibición prodigiosa de alternancia entre los soplidos de los instrumentos de viento, la orquestación y los arrebatos de potencia, comandado todo ello por un Anderson espectacular a la voz-, una odisea de sobrenatural belleza acústica y lírica como es “Black Satin Dancer”, y el reposado “Requiem”, los Tull más sosegados y baladistas, manejándose con maestría en el terreno más suave, cuyo dominio se esperaba y se aplaudía siempre con pasión en los círculos de degustación del Rock Progresivo británico.

Escúchese en “Dancer” el elegante interludio apagado que inicia con la orquesta y un clavecín, para subir el ritmo hasta alcanzarse un tempo casi bluesy, retroceder de nuevo en oníricos pasajes lentos muy barrocos, y terminar desembocando en otro caudal de fuerza incontenible de todos los instrumentos, con Anderson tocando y bramando con su flauta, a la vez que la guitarra y los redobles de la batería atruenan.

¿Y los títulos? Del frío viento del Valhalla al contoneo de la Bailarina de negro satén ¿Se puede tener más encanto?

“One White Duck/0-Nothing at All” es un tema casi pastoril, de melodía vocal y entramado acústico superlativos una vez más, llenos de ternura y nervio soberbiamente conjuntados, que ejerce de bisagra entre la primera parte del disco y la gran suite final, “Baker Street Muse”.

Con sus casi 17 minutos, puede pensarse que busca satisfacer a los amantes del Prog más ortodoxo, a quienes esperan un tema que ocupe toda una cara en un disco de estas características, como solían hacer las bandas de Rock Sinfónico de la época, si bien está dividida en cuatro partes, maravillosamente ensambladas y ejecutadas como partes de un todo, pero que a su vez mantienen la independencia unas respecto a otras, sucediéndose con naturalidad, dando la sensación de que se escuchan cuatro piezas distintas, que terminan por armonizarse en una oda, una composición fabulosa, culmen absoluto en la discografía de los ingleses, a la altura de “Supper´s Ready”, “Awaken”, “Tarkus”, “Lady Fantasy”, o cualquier tema de similares características que os venga a la mente.

La temática, una visión entre urbana y surrealista de la calle Baker de Londres, anticipa ambientaciones sombrías, en la sección titulada “Crash-Barrier Waltzer”, que un grupo como nuestros Iron Maiden tratarán en “Charlotte the Harlot” o “22 Acacia Avenue”, y alterna –una constante en todo el disco-, catárticos ataques eléctricos con hermosísimos remansos de paz orquestales, en los que el arreglista David Palmer tiene mucho que decir. Todo el pulso que recorre a la composición es digno de ser escuchado hasta el final de los tiempos. Anderson nos toca la fibra cada vez que canta aquello de “…Symphony Match Seller…”, hace que el corazón nos de un vuelco en los enlaces entre cada subtema, sobre todo en el parón antes de iniciar “Pig-Me and the Whore”, o en la conducción hacia los pasajes más reposados que presentan “Mother England Reverie”, y nos arranca las lágrimas cuando expresa sus anhelos, en un indescriptible estado de exaltación emocional, y comienza a cantar aquello de “Un día seré un trovador en el anfiteatro/Y te pintaré un cuadro de la Reina…”

Él era así. Para él la música, como para aquel gran entrenador el fútbol, no tenía pasado ni futuro. Y su presente era tocar el Cielo con grabaciones como ésta, para la que uno se queda sin adjetivos.

Pero vamos, que cierra “Baker Street Muse” con esa ambientación de gran orquesta bramando, al estilo el colofón de la Novena de Beethoven, y al oyente le falta el aliento. Y las palmas echan humo de excitación y asombro.

Delicioso ese brevísimo epílogo que es “Grace”, donde un, de nuevo, anhelante Anderson pregunta al Sol, a un pájaro, a su amada y a su propio desayuno si podrá comprarlo de nuevo a la mañana siguiente, para uno de los más grandiosos discos del Progresivo inglés de los años 70, junto al Heavy Metal de los 80, el estilo que más obras maestras ha aportado en un corto espacio temporal a la historia del Rock.

Como el líder indica en las notas del libreto de la edición en Cd de 2002, fue un desafío adaptar su álbum más orientado a un estilo acústico, a los instrumentos convencionales del Rock. El carismático bajista bigotudo Jeffrey Hammond, que había intervenido en todos los grandes lanzamientos del combo, dejó la música tras la edición del disco para dedicarse a la pintura, y en los créditos se presentaba a la banda como si de actores de una obra de teatro se tratara. Es maravilloso leer aquello de “Ian Anderson cantó, tocó la guitarra acústica y la flauta; Martin Barre tocó la guitarra eléctrica, etc…”

Y de la inercia creativa generada por la grabación y subsiguiente gira brotaron nuevas obras de arte como “Songs from the Wood”, “Heavy Horses”, y en menor medida “Too Old to R´n´R, too Young to Die”, antes de que Anderson diera por finiquitada la mejor etapa de este maravilloso e inolvidable grupo de juglares rockeros.

Ian Anderson: Voz, Flauta, Guitarra Acústica
Martin Barre: Guitarra Eléctrica
John Evan: Piano, Órgano
Jeffrey Hammond-Hammond: Bajo
Barriemore Barlow: Batería, Percusión
David Palmer: Arreglos, Orquestaciones.

Sello
Island Records