Terminator 2: El Juicio Final (James Cameron, 1991)

Enviado por Cuericaeno el Mié, 29/08/2012 - 04:50

¿“Nunca segundas partes fueron buenas”?

Si supierais la rabia que me entra cada vez que los medios actuales presentan a James Cameron como “el director de Titanic y Avatar”… Y claro que lo es, pero me hace gracia que hoy se le recuerde por tales ñoñadas archicomerciales, y no por joyas del celuloide como la secuela del “octavo pasajero” (Aliens, 1986), la fascinante The Abyss (1989), la inolvidable comedia de acción True Lies (1994) o las dos primeras entregas de la icónica saga Terminator, de las cuales la segunda y que aquí nos atañe hoy la alzo como quizá la mayor obra maestra del cine de acción. Directamente. Así que dejemos de intentar agarrar medusas reflectantes que flotan en 3-D ante nuestras narizotas y hagamos memoria de verdad, defendamos el curriculum del bueno de James como es debido, maldita sea.

Promocionada en su tiempo como “la película más cara de la historia” (100 millones de dólares nada menos), el reto que este director planteó a su mítico personaje y a sí mismo fue tan peligroso y osado como fructífero. Siempre innovando hasta en nuestros días (aunque ni de lejos con resultados tan brillantes como éste que trataremos), James Cameron estrenó en esta cinta la tecnología digital más novedosa de entonces, siendo pionero en experimentar con ella en el cine tanto a nivel de sonido como de efectos especiales. Si en lo primero, en el ámbito del audio, ya es impactante el cómo crujía ese cráneo bajo el pie del esqueleto metálico que abre telón (menuda presentación, por cierto), ya ni hablemos del impacto que supuso ver en acción las contorsiones líquidas del villano T-1000, y cómo se reflejaba su entorno en él como si de un deforme espejo se tratara, con una nitidez que lo hacía terroríficamente real ante ojos tan vírgenes por entonces en el arte del trucaje por ordenador. Esa sensación venía acompañada del miedo que provocaba un ser al que no se sabía cómo eliminar, que se mostraba indestructible al exhibir esa maleabilidad tan extrema además de esa frialdad con la que mataba a todo el que se le cruzaba por delante. Cameron logró crear un Terminator que daba más miedo aún que el anterior, haciendo además que el de la primera entrega, el T-800, se pasara al bando de los buenos, transmitiendo éste una confianza que no se podía ni imaginar venida de las tan duras facciones germánicas de Arnold Schwarzenegger, que como era y debía ser, repetía aquí en su papel de cyborg.

Y es que, a excepción de contados y necesarios guiños a la primera entrega, en Terminator 2: El Juicio Final todas las tornas se cambiaban, pues la inocente, débil, tontita y risueña Sarah Connor (Linda Hamilton) aquí retornaba pero mutada al 100%, trastornada, ceñuda y violenta, de mentón casi tan cuadrado y pétreo como el de su gran enemigo ochentero. Fibrosa, toda una action woman como nunca se pudo adivinar si tomábamos como modelo esa instantánea que se hizo en la gasolinera donde despedía la película del ’84, en el jeep con su perrete y su vestimenta eighties. Esa foto reaparece aquí y en las manos de su hijo, John Connor (Edward Furlong), que lejos de mostrar la disciplina del líder que dictaba la profecía, lo vemos como un gamberro quinceañero que roba en los cajeros automáticos para sacar “dinero fácil” y fundirlo en los salones recreativos con su inseparable colega macarrilla (profético sí es que se enganchara a los bélicos simuladores de vuelo). Esa esperanza y salvación que se formaba amorosamente en el vientre de Sarah aquí era desdibujada por un niño que, una vez traído al mundo, odiaba a su madre porque “está como un cencerro” y “es una perdedora” (loser: obsesión yanquee por excelencia), ya que en esta segunda parte Sarah Connor se encuentra recluida en un psiquiátrico a raíz de contar a quien no debía las peripecias que sufrió en la primera película, tomándola obviamente por loca y separándola de su hijo.

La actuación de Linda Hamilton aquí es fabulosa, y emotiva a su manera, sobre todo cuando se reencuentra en los pasillos del psiquiátrico con su antagonista del pasado, naciendo ahí una de las mejores escenas del filme al mezclarse tantos sentimientos juntos (pánico, desconfianza, duda, confianza…) apelmazados durante un cortísimo transcurso en el que Sarah debe comprender y a prisa (pues el verdadero enemigo les pisa los talones) que esa entidad que la traumatizó venía esta vez programada para defenderla, y no aniquilarla como antaño. Díganme cuántas veces se ha visto un conflicto emocional tan complejo en una mera cinta de acción. Yo diría que sólo una, y fue ahí en el manicomio de la Connor, y eso es otro plus de tantísimos que colocan a esta película entre las mejores de su género, si no la mejor como ya apuntaba al principio.

Y es que las razones para rendir sacro culto a este film no son pocas… Por culpa de aquella escena de la persecución de las dos motos y el camión, todo el cine de acción posterior intentó emular (sin éxito) aquella hazaña épica en el asfalto, y aquel modelo a seguir ha ido manteniendo su influjo imperecedero hasta en la recientísima última entrega de la saga Bourne.

Volviendo un poco a la interpretación, en esta cinta no sólo es bueno el que más sentimientos expresa, sino también el más impasible. Y no hablo de Arnold, que simplemente cumple en su obligada pose inmutable por estar hecho de lo que está (“tejido vivo sobre endoesqueleto de metal”, me sé la lección de sobra). Obviamente hablo de Robert Patrick, el que encarna (o licua en este caso) el papel del “terminator malo”. Pasmosamente, y aunque su cara presenta un corte más fino y afable que el tiarrón del apellido kilométrico, su semblante casi extraterrestre inquieta tanto como su expresión de témpano, y cuando une eso a su propia acción, resulta, además de terrorífico, muy creíble que esté hecho de lo que al guionista le dé la real gana, bien sea metal líquido o manteca colorá. Lo que está claro es que no es humano, y le importa poco si te corta a taquitos o en juliana, él después de eso seguirá su camino con su mismo talante gélido. A veces es más difícil no expresar nada en absoluto que armar el dramón del siglo, y Robert aquí permítanme decir que hace muy buen papel.

Una película inolvidable como lo resultará siempre su banda sonora, esos meros golpes metálicos como percusión en su tema insignia (Main Title). Brutales y épicos. Ya sólo eso, con lo simple que es, supera en memorable a la peli del barco y el iceberg (con la pedante cantinela de Céline Dion incluida), y sobre todo a la de los hombrecillos azules y los árboles fosforescentes. Vamos, libres sois de seguir cazando medusas de colorines, pero yo prefiero el fluido cromado, o esas pupilas rojas, ya tan familiares éstas como el pilotito del standby de nuestras teles.

Por romper moldes, James Cameron rompió también con el manido lema que presenta mi reseña (“nunca segundas partes fueron buenas”), pues si ya lo consiguió mejorando en mi opinión al Alien de Ridley Scott, con la secuela de Terminator ya hizo puro arte en escena. El resto de películas de la saga simplemente sobran (ya la serie para TV ni os cuento), pues jamás toleraré entre otras cosas a un John Connor con cara de gilipollas, cero madera de líder y menos de cero en carisma (como el de la 3), pues John Connor siempre será para mí Edward Furlong, y no hay otro más, sin cara de ‘duende del bosque’ como el que huye de la Terminatrix (ahí sí comprendo que quisiera matarlo), sino ese chico del enorme flequillo y la mirada escrutadora, ese John Connor de Terminator 2. El único y genuino.

Ni que decir tiene que esta película marcó mi infancia, fue un grato shock a mis 10 años el presenciar en una sala de cine semejante espectáculo de metal, fuego y sangre (no había visto nada igual, ni lo había), y orquestado todo con semejante trabajo de montaje y producción, llevándonos a diversos entornos donde el interés sigue reinante y la acción sólo descansa cuando debe, bien para reforzar una trama que pese a embrollarse más que la genuina no perdió consistencia y sí ganó en mensaje, o bien para humanizar o dar los precisos toques de humor a un metraje gobernado con mano de hierro (nunca mejor dicho) por la tensión y la fuerza visual.

Y es que Terminator 2 aún se sabe defender solita frente al respetable y frente al tiempo, tanto en sus escenas clave como en sus más ínfimos tics: “Explosiva” la escena del lanzagranadas (qué tocho ese M79 reventando coches patrulla), al igual que “rompedora” la del nitrógeno líquido (”Sayonara, baby”). Espeluznante la pesadilla de la alambrada que tiene Sarah, o la histeria que produce el numerito de las espadas que nos hace el gran mago Robert en el ascensor. Brillante la brocheta de “padre adoptivo con brik de leche” (ni Ferrán Adriá supera eso), como brillante también ese You Could Be Mine de Guns ‘N’ Roses como hilo musical mientras John repara su motillo. Tampoco tiene precio el detalle de la pistola atascada entre las rejas, que es lo único que logra frenar y por un jocoso instante al imparable androide líquido.

Ésos y muchos más son los condimentos que sazonan magistralmente a un filme que nunca me cansaré de ver, que ha envejecido estupendamente bien pese a todo lo que se ha avanzado en esa misma materia que estrenó aquí Cameron, la de unos efectos especiales que hoy en día los han explotado tanto y de forma tan hortera, que no hacen sino que veamos hoy en día a Terminator 2 como uno de los pocos rollos que supieron tratar con arte y clase esa tecnología.

Fácil sorprender a ese niño que entonces yo era (un “enano coñón”) cuando se estrenó esta película, sobre todo por esa vacilada que se pega Arnold a lomos de su Harley amartillando la Winchester con una mano, dibujando esa pirueta que a mí me volvía loco. Pero lo más grave es que ya crecidito sigo viendo la peli y no me parece obsoleta, ni en intensidad ni en elegancia, que también la tiene dentro de su propia brutalidad.

En fin, no sé si ya he dicho que Terminator 2: El Juicio Final es una obra maestra, un clásico de ese maravilloso y ninguneado género de los balazos y los puñetazos. Sin duda una de las obras cumbre de James Cameron, sí, el de Titanic y Avatar. Lo que hay que aguantar…

Trailer